La rápida difusión del movimiento de Jesús durante la generación apostólica dejó sembrados, en las principales ciudades del Imperio, pequeños grupos de discípulos que, una vez apagados los ímpetus misioneros, se enfrentaban a la difícil tarea de sobrevivir en un ambiente hostil.
A varios de estos grupos de discípulos, nacidos probablemente de una misión petrina iniciada desde Roma, se dirige la Primera carta de Pedro. Estas nacientes comunidades optaron por insertarse en la sociedad que les tocó vivir con una actitud constructiva que excluía la agresividad y el rechazo, dando testimonio de fe con su palabra y su vida.