Con tristeza y desconcierto, caminando hacia Emaús, hablábamos de Jesús, de cómo le vimos muerto. Qué sendero tan desierto, qué sombrío terraplén, y qué derrumbe también de ilusiones, esa tarde, con el ánimo cobarde al dejar Jerusalén. Cuando el sol ya se ocultaba, a la mitad del camino se nos juntó un peregrino. La misma senda llevaba que nosotros y mostraba interés en nuestro hablar; le hubimos de confesar de nuestra pena la hondura y Él, citando la Escritura, nos la comenzó a explicar. Luego, llegando a Emaús, la meta de nuestro viaje, le ofrecimos hospedaje: ya declinaba la luz. Supimos que era Jesús aquel sabio peregrino al compartir pan y vino. Algo ya se presentía: ¡Nuestro corazón ardía a lo largo del camino!